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Los Artefactos Malditos


Tauro
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Hacía exactamente tres meses que el Departamento de Misterios había sufrido del robo más grande experimentado por el Ministerio de Magia, que para ese entonces no contaba con la figura de autoridad de la actual Ministra. Por fin, alguien había sido capaz de saltarse todos los sistemas de seguridad a los que magos y brujas de alto calibre le habían invertido tanto tiempo para proteger los secretos de la comunidad mágica, pero el grupo bastante diverso y tramposo se las había apañado para a día de hoy no levantar ninguna sospecha. Una cosa era segura, los diez miembros del grupo eran todos empleados del Ministerio, todos con ganas de hacerse ricos lo más rápido posible para después huir y cambiar de aspecto, de identidad, de vida. 

El robo salió bastante bien en realidad, pudieron hacerse con diez objetos que se llevaron sin siquiera entender su magia, un error que pronto lamentarían y pagarían con su vida. Los objetos los distribuyeron llevándose uno cada uno, con la promesa de repartir el dinero en partes equitativas una vez los vendieran al mejor postor. El primero de ellos, un espejo, lucía como el más sencillo de vender. Haciéndolo pasar como una gran reliquia familiar perteneciente a los Gaunt, seguramente cualquier bruja o mago tenebroso mostraría interés en comprarlo. Y así ocurrió. ¿El resultado? El espejo se convertía en un portal que terminaba por absorder a la persona compradora, borrando toda su existencia. Dicho evento se repitió varias veces más y no solo con el espejo, sino con todos los demás artefactos robados. 

Los ladrones tampoco la tuvieron nada sencillo, porque cuando vieron que los artefactos estaban malditos, por más que intentaron deshacerse de ellos no podían, siempre terminaba volviendo y junto con ello les absorvía la energía, utilizándolos como su principal fuente de alimentación. Los diez objetos terminaron por desaparecer junto con sus dueños, probablemente cayendo en otras manos equivocadas, pero ahí afuera habían muchos más, cuarenta para ser exactos. Mientras permanecieran ocultos, la comunidad mágica estaría bien, a salvo, pero si alguno de estos fueran encontrados, representarían un gran peligro para la sociedad. 

Meses después del robo, nadie había reportado ningún incidente que relacionara los hechos sucedidos, pero debido a ciertos descuidos, la aparición de varios cuerpos inertes de vagabundos y muggles encontrados en medio de la calle empezaron a levantar sospechas, sobre todo porque tras examinar la causa de muerte se encontraban restos de sustancias desconocidas de pociones que aun no habían sido inventariadas o siquiera inventadas, además de que no se podía rastrear el tipo de magia. 

Por supuesto que esto atraería la atención de los dos grupos más reconocidos dentro de la comunidad mágica. A unos los atraería el hecho de querer encontrar a lo/la o los/las culpables para proteger a las personas idependiente de que fueran muggles o no, y a otros por la simple curiosidad de saber si entre sus mismas filas se encontraban los responsables para hacerse con los objetos y utilizarlos en su beneficio, algo que podría volver a causar una gran guerra al no entender la magia oscura y mítica detrás de cada artefacto.

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Alana ajustó su capa, con el cabello rojizo cayendo en ondas suaves sobre sus hombros, mientras observaba el paisaje desde la ventana del Ático Munter. Afuera todo parecía tan inmutable como siempre, pero en su interior algo se removía. Las noticias que le llegaban por vías más ocultas que oficiales habían empezado a alcanzar los oídos del Ministerio, aún sin despertar demasiado interés, pero ella sabía reconocer el peligro en esas señales. Desapariciones. Cuerpos encontrados en callejones vacíos, todos muggles, todos mostrando rastros de una poción que ella conocía demasiado bien. Esas muertes no estaban en el plan.

Había estado explorando con Tauro los límites de lo que las pociones podían hacer. No forzaron a nadie a tomarlas, pero los resultados se habían descontrolado. Los vagabundos, hasta entonces sujetos fáciles de olvidar, ahora se convertían en pruebas demasiado visibles. No necesitaba más evidencias: las pociones eran suyas, y aunque los cuerpos desaparecieran de la vista pública, el rastro de su trabajo empezaba a hacerse demasiado evidente.

Mientras ajustaba sus guantes de cuero, sus dedos rozaron un pequeño vial de cristal que descansaba en el escritorio. No era uno de los que usaba para sus pociones, pero su presencia era un recordatorio persistente de que algunos errores del pasado se niegan a desaparecer del todo. Había dejado ese vial casi olvidado, su brillo tenue siempre presente en los momentos más inoportunos. Cada vez que lo miraba, una ligera inquietud la atravesaba, algo que no sabía si estaba relacionado con esas muertes o con un eco más profundo del pasado.

El Ministerio seguía enredado en su propia maraña de papeles y normativas, ciegos como siempre ante las cosas que realmente importaban. Era tan predecible que resultaba casi divertido ver cómo ignoraban las señales bajo sus propias narices. Para ellos, los muggles muertos no eran más que una nota en el margen de sus informes interminables, un ruido que tarde o temprano encontraría su propio eco en el olvido. Pero esto no era solo ruido. Ella —o mejor dicho, Beltis— sabía que todo esto era apenas el comienzo.

Tauro no tenía por qué verse involucrada. ¿O acaso lo estaba ya? ¿Su hija había comenzado a darse cuenta de que las cosas se estaban desbordando? Lo que ambas habían comenzado debía mantenerse en secreto hasta que encontraran una solución. Sin embargo, por primera vez en años, Beltis se preguntaba si alguien más había sentido la perturbación en el aire. Si algún antiguo enemigo o aliado podía haber percibido lo que ella había estado tratando de controlar. El pasado no debía regresar, no ahora, cuando los cuerpos muertos ya empezaban a llamar la atención equivocada.

Ajustando su capa con más fuerza, Alana —Beltis bajo esa apariencia— salió del Ático Munter. El viento frío la golpeó mientras descendía por las escaleras hacia la calle. No lo hacía por el Ministerio, y desde luego, no por los muertos. Lo hacía porque sus errores estaban comenzando a salir a la luz. Y si alguien más conectaba los puntos antes que ella, ni su disfraz ni su astucia podrían protegerla a ella ni a Tauro.

 

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