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El Atrio


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Loup

Elfo doméstico

Si su ama le hubiese visto, probablemente le habría mandado a plancharse los dedos de los pies como tantas otras veces. Por eso el elfo se mantuvo oculto tras una columna solo hasta que el señorito Pik se la llevó lejos. Había un lazo inquebrantable entre un mago y un elfo doméstico y si bien Leah tenía tres, Loup era sin duda el más entregado a su trabajo, a la bruja. Nunca se le habría pasado por la cabeza decirle que aquél traje era absurdo, ni que se veía como una burla para la Comunidad Mágica. Pero lo pensó y, por tanto, estaba dispuesto a desaparecer la evidencia.

El elfo doméstico corrió con sus cortas y delgaduchas piernas, sosteniéndose el tirante de sus ropajes de esclavo para que no saliera volando. Rápidamente, se hizo con todo lo que habían dejado los Slytherin detrás: la mesa, el taburete, el horroroso disfraz de su ama. Lo cogió todo al vuelo, evitando a los magos se que aglomeraban para ir a sus trabajos, usar el ascensor o usar la Red Flu, y luego se volvió a la columna, rezando porque la mujer no le hubiese visto.

Pero la esbelta figura de Leah estaba lejos y no le miraba, sino que miraba a la nueva Ministra de Magia. Con el pecho hinchado de orgullo, el elfo desapareció y se llevó consigo aquellas cosas. Una vez en el patio de casa, se fue lo más lejos posible, ahí donde nadie encontraría la marca de su lealtad y apiló todas las cosas. Con un chasquido, prendió fuego a los vestigios de la decadencia de su ama y esperó ahí hasta que no quedaron más que cenizas.

—La ama no tendrá que preocuparse por esta sombra nunca más —declaró, asintiendo secamente con rotundidad.

El enjuto elfo limpió el desastre igual que lo había generado, chocando sus dedos, y luego desapareció para encargarse del resto de sus labores. En el césped solo quedó una mancha negra que se borraría con la lluvia. 

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~16:42 hrs

La presión que la punta de los dedos ejercían sobre sus sienes le brindaba cierto confort, uno que ni la bebida más exótica o el festín más abundante podían generarle. Esta vez, ni siquiera el chirrido de la reja del ascensor le puso los nervios de punta, pues estaba más concentrado en lidiar con los estragos de su humanidad. Una taza mediana, de cuyo interior humeaba una infusión de cúrcuma, levitaba a su lado cual memorándum, lista para proveer de bebida al Jefe de Inefables del Departamento de Misterios.

Ni siquiera te molestes, Bob, posiblemente regrese en menos de diez minutos ⎯ le decía al mago de seguridad, que se había levantado para acomodarse en su sitio de inspección de varitas. 

Flexionó los dedos de la diestra a manera de despedida, mientras siguió su camino por el fino parquet, hasta llegar al borde de la Fuente de los Hermanos Mágicos. En ese momento, cayó en cuenta que se había dejado el gafete de identificación en la oficina, por lo que la única forma que tenía para demostrar su identidad era, irónicamente, la varita que llevaba guardada en el antebrazo derecho, siempre lista para enarbolarla si la situación así lo requería.

Otro día, otro galeón. 

En su etapa anterior como empleado ministerial, nunca se había detenido en ese punto para observar los detalles de las figuras de las que emanaba el agua, pues por lo general iba de un lado a otro con reportes de criaturas mágicas o plagas variadas. Afortunadamente, eso duró poco, pues sus sitios de trabajo se diversificaron hacia Gringotts y Hogwarts, por lo que era un visitante poco asiduo de aquella organización bajo el corazón de Londres.

Extrajo una moneda dorada de sus bolsillos y, haciendo honor a su reciente comentario, propulsó el galeón hacia la fuente mágica, como un signo de buena fortuna. No era como que lo necesitara, actualmente se mantenía muy al margen de casi cualquier asunto; las investigaciones eran así, y más en Misterios, dónde un paso en falso podría implicar incluso no tener posibilidades de volver a lo que uno consideraría normal.

Las ondas creadas por el impacto del metal contra la superficie cristalina lo distrajeron de sus cavilaciones, mientras abría la palma para recibir el recipiente con su bebida. Vamos, eran casi las cinco de la tarde, el Ministerio comenzaba a vaciarse, y si era sincero, el progreso diario era suficiente como para concluir la jornada.

«Siempre hay tiempo para una taza de té, o para un reencuentro», pensó, dándole un sorbo al agua con sabor a cúrcuma, que al contacto con su paladar le dejó con una sensación pastosa. 

A veces, uno necesitaba tomarse sus cinco minutos en un sitio como aquel, irónicamente, en un espacio en el que la privacidad parecería ser un simple mito. Por fortuna, su bajo perfil por lo general jugaba a su favor, por lo que no se molestaría en quedarse más tiempo ahí, apreciando la distorsión de sus facciones sobre el agua en constante movimiento.

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