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Castillo de la familia Haughton


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~Leah Atkins




- Oniria.

El murmullo entre sus labios fue previo a la amplia sonrisa que se había formado en su rostro, particularmente radiante, ante la visión del castillo Haughton. Después de abandonar el hogar de su familia, transitó en la calle en penumbra con lentitud, jugueteando con una copa vacía entre el dedo corazón y el meñique, con una botella de vino en los tres restantes y bebiendo de otra copa el contenido rojizo. Alzó la copa hacia el castillo, como si brindada con la estructura,antes de adentrarse a los terrenos y elegir directamente el camino a la puerta principal.

Le habría gustado decir, muy en el fondo, que era la primera vez que hacía algo como aquello. Pero no, lo cierto era que no era ni la primera ni la última vez que llegaba de la nada a un lugar que no frecuentaba con la intención de encontrarse con alguien. En este caso, se trataba de una compañera de bando que había captado la fácil atención de la Tempestad al punto de hacerla trasladarse hasta su ubicación. Se bebió el último sorbo de vino al llegar a la puerta y llamó con los nudillos, esperando a que alguien la recibiera.

- Buenas... -bajó la mirada hacia el elfo que salió a representar a la familia y bufó, rodando los ojos en un gesto se desprecio-. Busco a Oniria.

Como era de esperarse, la dejaron entrar tan solo mencionar el nombre de alguien perteneciente a la familia. La Atkins tenía un aire de superioridad que la guiaba en sus acciones la mayor parte del tiempo, haciendo que resaltara entre los demás como una persona demasiado arrogante. Sin embargo, ahí en medio del recibidor, parecía una mujer relajada mirando hacia al frente sin preocupaciones, esperando a que la otra hiciera acto de aparición en los minutos siguientes.

Por su atuendo y por la forma en la que llevaba la larga melena suelta, se podría decir que iba casual. El tono escarlata de su vestido corto resaltaba de forma curiosa sus ojos verdes y su gemela había tenido el detalle de comentarle que estaba acorde con la fecha. No obstante, no dejaba de lucir un poco más joven de lo que su apariencia le permitía. Suspiró pasados unos segundos e hizo levitar la copa de su acompañante para dignarse a llenar la suya por segunda vez, justo en el momento en el que percibía los pasos de alguien acercándose.

- Lamento no haberte esperado, guapa -empezó, alzando la mirada hacia la Haughton con un dejo de picardía-. Pero el alcohol no se hace esperar. Aunque... -ladeó la cabeza y sonrió-... si me harás esperar, viéndote así, no tendría problema alguno.

Sin decir nada más, sirvió la copa de Oniria con total naturalidad y la tendió hacia ella o, más bien, la invitó a acercarse mientras la mantenía cerca de su cuerpo.

- ¿Tengo que felicitare por las navidades? Si es así, tengo algo en mente

No tenían una relación más allá de lo normal, no habían cruzado palabras más de las veces necesarias y aún así había sido invitada a pasar una noche de navidad. ¿Interesante? Bastante. Pero lo más entretenido era ver la actitud de la italiana que, si bien parecía inofensiva a primera vista, estaba acechando a la otra, esperando solo el momento justo para actuar. No separaba los ojos de los suyos y por cómo sus labios rojizos empezaban a torcerse en una curva perfecta hacia la derecha, la noche amenazaba con tornarse más entretenida.

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Estaba escribiendo violentamente, exasperada, cuando alguien llamó a mi puerta. Gruñí y eché una mirada funesta al techo, que pareció retraerse intimidado. Puse los ojos en blanco.

 

¿Sí? —Mascullé, más secamente de lo que pretendía, incapaz de contener mi irritación. Cualquiera pensaría que era una ermitaña susceptible. "Tiene visita", escuché como respuesta, una voz gelatinosa, insípida que arrastraba las sílabas y se filtraba a duras penas a través de las bisagras. Parecía que me hablasen desde debajo del agua.

 

¿Visita? Enarqué una ceja. No recordaba haber citado a nadie. Quizás quisieran darme una sorpresa inesperada. Me encogí de hombros y suponiendo que se trataría de un amigo de confianza me despreocupé totalmente por mi aspecto. Me zambullí entre los pliegues de una camiseta anchísima y cubrí mis bragas con un pantalón corto de color negro. Me calcé las vans sin abrocharme los cordones y bajé con parsimonia la escalera, todavía molesta por la interrupción. Inconscientemente mis pasos me condujeron al recibidor, obedeciendo a un mecanismo automático que activaba mi profundo desinterés. No reaccionaba a estímulo alguno, como sumida en una hipnosis adormecedora. Cuando llegué al vestíbulo experimenté una confusión desalentadora, como si de los muebles hubiesen crecido muchas manos que me dieran vueltas de un lado a otro para marearme e instaurar el reino del sinsentido.

 

Entonces vi a Leah, con su vestido rojo como la sangre o el vino contenido en la copa que sostenía con su peculiar gracilidad. La joven robaba la bebida a sorbos diminutos, hasta el punto de que llegué a pensar que eran sus labios los que la obligaban a regresar una y otra vez al líquido, dolidos por la repentina separación, conscientes de la distancia que se abría entre ellos y la mano. Aquella mano se me tornó sensual. Apretaba el cristal, firmemente pero con suavidad, y su piel era traslúcida y sedosa como la tela de una cortina atravesada por el sol. Imaginé que aquellas manos de dedos puntiagudos se posaban en mi nuca y escarbaban remolinos en el nacimiento de mi pelo.

 

Debía haberla invitado a casa estando borracha. Y no me lamentaba. Sus ojos verdes olían a hierba recién cortada. Sí, los ojos pueden oler. Yo respiraba aquel perfume salvaje sobre el del barniz que abundaba en el Castillo. Sus pupilas se encogían, se estremecían como el tendón de un brazo y seguidamente se relajaban, volviendo a un estado laxo. No pude evitar esbozar una sonrisa radiante. Su cabello suelto era una alegoría del tacto. En sus mechones se había perdido la definición de caricia. Las puntas se disolvían sobre la piel. Estaba ensimismada. Apenas podía escuchar lo que decía.

 

Discúlpame por recibirte así... Es una triste bienvenida. —Rompí mi silencio, refiriéndome obviamente a mi atuendo descuidado. No quería deshacerme en elogios, por lo que me abstuve a halagar su vestimenta y dejé que fuese mi expresión la que lo hiciera.

 

Tenía que hacerme de rogar. Entiéndelo. Me decepciona que no me hayas esperado. —Bromeé, con ese tono que dejaba traspasar mis intenciones. Tomé la copa que me ofrecía, aproximándome prudentemente a ella. Sentí cómo atravesaba las fronteras que delimitaban su campo de gravedad, e inmediatamente caí hechizada bajo su influjo. Era un pequeño asteroide en las inmediaciones de una masa gigantesca que poco tardaría en absorberme e incorporarme a sus entrañas.

 

Deberías, deberías felicitarme. Aunque no sé si mis familiares se pondrán celosos cuando vean cómo pasas de ellos. Eso está feo, ¿no te parece? —Inquirí. Di un trago al vino. La uva me calentó las cuerdas vocales—, arriba no tendrías que detenerte a desear felices fiestas a nadie. Ni vendrán a robarnos el vino o la intimidad. Si no te apetece subir... tengo un salón precioso, repleto de Haughtons invadidos por el espíritu navideño.

 

Me lamí el contorno que el fluido granate había dibujado sobre mis labios, exagerando quizá el gesto, compensando mi deplorable aspecto con mi naturaleza tentadora y persuasiva.

 

A lo mejor puedes acompañarme a cambiarme de ropa... para aconsejarme. —Sugerí. Esperaba no llegar ni a abrir la puerta del armario.

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~Leah Atkins
Mmm...
Era lo único que podía decir realmente hacia lo que le respondía Oniria. Estaba demasiado concentrada en explorar su silueta con la mirada y un poco perdida en la conversación ante la esperada visión de su rostro, buscando en su imaginación lo que no podía ver de su cuerpo a la primera. La vestimenta de la rusa le daba precisamente igual cuando pretendía despojarla de ella en los minutos siguientes y la idea perdía importancia con cada paso que daba para aproximarse hasta su posición. Por más que pareciera completamente tranquila, empezaba a sentirse intranquila con la cercanía y más cuando la proximidad empezaba a despertar sus instintos más allá de lo que podría hacer en un recibidor sin parecer una desadaptada social.
Y entonces una idea curiosa, descabellada y fuera de lugar, muy propia surgió en lo más prufundo de su cabeza y se hizo enorme mientras entendía la palabra "familiares" entre un montón de palabras que estaba pasando por alto. Una rápida mirada a los lados, comprobando que no hubiera nadie cerca y una sonrisa ensanchándose cada vez más al descubrir una solitaria puerta que podría alcanzar fácilmente. Volvió a fijar sus ojos esmeralda en los extraños lilas de ella, asintiendo lentamente hacia la propuesta pero sin parecer dispuesta a cumplirla realmente. Si había algo que la Atkins sabía hacer bien, era fingir que sus intenciones eran las que los demás esperaban. No, no lo haría.
Tengo un par de consejos sobre tu atuendo sí —comentó, después de dar un pequeño trago a la copa y dejarla flotando como cualquier cosa—, empezando por unos cuantos cortes.
Dicho esto, no esperó siquiera un segundo para tomar la cintura de la mujer con su mano derecha y atraer sus labios a los suyos con un sutil pero firme agarre en el cuello con la mano zurda. La atracción que había sentido de pronto por ella rozaba en lo desconocido y el flujo de adrenalina que desprendieron sus labios iba de la mano con el hecho de poder ser vistas por cualquiera en cualquier instante. Transmitía un montón de energía y la necesidad de la unión de sus cuerpos con tan solo el roce de sus labios, incluso se permitió un pequeño encuentro entre sus dientes y el inferior de ellos, aprovechando la momentánea confusión y el sorpresivo choque de anatomías para dar un par de pasos hacia la derecha y encontrarse con la pared.
Felices fiestas.
El murmullo en su oído estuvo a la par del movimiento casi involuntario de sus manos, que se dirgieron por sus brazos hacia abajo en busca de sus muñecas como si no fuera la primera vez. Un segundo beso mucho más intenso se formó entre sus labios y los de la bruja, consecuencias de la forma en la que había logrado que su figura encajara con la suya. Aún dentro de su propia excitación, tenía ganas de reírse y de demostrarle lo bien que lo estaba pasando, aunque por la forma en la que había elevado sus manos sobre su cabeza para encerrarla y retenerla entre ella y la pared podrían haberlo hecho bastante bien ya. Fue solo entonces cuando decidió que era momento de salir de la vía pública, dejando atrás los posibles ojos curiosos, y dedicarse a otras cosas en otro lugar.
A menos que duermas aquí, no creo llegar a tu habitación —le guiñó el ojo y dejó ir una de sus manos para girar el pomo de la puerta que tenían al lado y de la cual podría ni siquiera haberse dado cuenta—. Después de ti —finalizó, dejándola ir por completo.
¿Un armario? Tal vez.

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Escuché su contestación y me desanimé, incapaz de decodificarla o de pillar la indirecta que me confirmase que había comprendido que lo único que necesitaba del armario era desencajar las puertas. Parecía seria, como si realmente estuviese a punto de ofrecerme una master class de moda y estilo. Bebí nerviosamente. Y de pronto casi dejé caer la copa. Perdí el equilibrio. La fuerza de su mano adheriéndose a mi cintura era superior a la que ejercían mis pies sobre la superficie, apenas levitando, aletargados por la sensualidad de aquella chica. Recibí sus labios con deseo. Deseo infinito, alcoholizado. Cómo me alegraba en ese instante el que me hubieran interrumpido en mitad de mi ejercicio de escritura. Aquella pasión me inyectaría una sobredosis de inspiración que duraría unas semanas. La besé, apartando de mi mente a los mencionados familiares. Por mí podían quedarse todos contemplando el fuego de la chimenea; yo estaba ocupada avivando otras llamas, de esas impostergables que combustionan con saliva.

 

Me embistió contra la pared y me dejé invadir por su proximidad. Mis tuétanos engrosados hacían presión contra la pared interna de los huesos. Cada una de mis células se expandía hacia la mujer que amenazaba con romper la tranquilidad de mi digna casa. Corría el peligro de quedar desheredada. Bien sabido era que los Haughton vivían nadando en la lascivia, pero también eran unos grandes defensores de la discreción. Quizás el mostrarnos en público, el renegar de todo escondite, el ser unas exhibicionistas e ignorar mis propias advertencias fuera el aliciente que convirtió mis impulsos en pálpitos desenfrenados. Un corazón ficticio latía en el fondo de mi pecho y había resucitado todas mis venas, que temblaban y se retorcían bajo mis muñecas y en el cuello. Mi interior burbujeaba, se hinchaba y me desbordaba. La excitación chorreaba por mis mejillas y cada uno de mis poros, abiertos de par en par, que daban la bienvenida a su llegada. "Leah, entra, aquí dentro, muy dentro", parecían gritar, contagiando de aquella desmesurada incontinencia a mis pulmones, que a su vez convertían mi respiración en un jadeo intermitente.

 

La curiosidad que aquellos ruidos producirían a alguno de mis familiares era un hecho inminente, latente en las paredes y los muebles que decoraban el vestíbulo. La pared hervía, o era mi espalda regresando a la vida repentinamente.

 

Felices fiestas, sí. —Conseguí articular. Su boca no se detenía. La conversación se había trasladado a un canal de orden superior, instintivo e irrazonable.

 

Imaginé que alguno de mis primos asomaba su cabeza por el resquicio del pasillo y se quedaba pasmado observándonos, sin poder apartar la vista de nosotras, absorto por el ansia que desprendían nuestros movimientos. Leah me mantenía apresada y a no ser que ella decidiese cambiar de escenario estaba dispuesta a dejarme hacer allí mismo. Afortunadamente rescató algo de sensatez y abrió la puerta del escobero que se encontraba a nuestro lado. Crucé primero. Mientras me seguía aproveché mi velocidad vampírica para apartar la decena de trastos que los elfos guardaban para la limpieza. Despejé el armario en un pestañeo y busqué su silueta en la oscuridad.

 

Sonreí. A veces la intensidad de mis emociones podía interrumpir el paso del tiempo. Aquel momento se congeló a nuestro alrededor. De pronto había muchos días en cada minuto. Antes de que pudiese acercarse y retomar la iniciativa recurrí nuevamente a mi vampirismo para situarme tras su espalda. Mi rapidez le impidió adelantárseme.

 

Estoy preparada para escuchar todos tus consejos —Susurré de pronto junto a su oído, con la voz tomada por aquellas sensaciones penetrantes que ascendían desde mi vientre y se transformaban en sudor en mi cuello. Mordí juguetonamente el lóbulo de su oreja. Quería cederle a ella toda autoridad, convertirme en un juguete de sus fantasías, ensuciar aquella pulcra habitación, impregnarla del olor de dos cuerpos unidos (olor que no era nuestro, ni tan siquiera la simple mezcla de nuestros aromas particulares, sino una combinación afrodisiaca de fluidos y agonías que clamaban por un espacio donde evaporarse).

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~Leah Atkins
De todos los lugares que pudo haber elegido en el castillo, había elegido el más oscuro y pequeño de todos, ¿por qué? El cuerpo de Oniria contra su espalda le dio la respuesta al tiempo que un pequeño escalofrío recorría su cuello y bajaba por su columna. Un sonido difícil de interpretar se escapó de sus labios, posiblemente algún intento fallido de una palabra de aprobación que se había cortado en el camino. Su mano izquierda, la que usaba para escribir, encontró el pomo nuevamente mientras sentía los dientes contra el lóbulo de su oreja y pasó el seguro para impedir que alguien entrara. Y si entraban, le iba a dar tan igual como usar la pequeña cómoda donde se suponía guardaban detergentes varios y utensilios de limpieza.
Se dio la vuelta y recorrió cada curva con sus manos para ubicarse por completo tanto en la ubicación de la Haughton como para sentir cada parte de su cuerpo. Al mismo tiempo, uno de los pliegues de su camiseta se había enredado en uno de sus dedos y había tomado el impulso para sacarla sobre su cabeza. Una chispa se encendió dentro de ella cuando las yemas de sus dedos tocaron directamente su piel y se expandió por toda su anatomía hasta volverse un perfecto oleaje de fuego a través de su organismo, extendiéndose a cada parte de su ser. No necesitaba palabras para describir el momento, solo necesitaba acciones.
Escuchar consejos —repitió, andando suavemente hacia delante y empujando a su interlocutora a medida que lo hacía—. No creo que tengas que escuchar nada, aunque a mí me encantaría escucharte.
No estaba segura de si lograba verla bien, ella a penas veía un atisbo de su rostro por la luz que se colaba por la rendija de la puerta, pero una sonrisa divertida la acompañaba. Sin embargo, en el momento en el que las piernas de la mujer dieron contra la cómoda y el sonido de la madera rompió el silencio, su sonrisa desapareció y una expresión de completa lujuria se apoderó de ella. Con el mismo impulso con el que le había arrebatado la ropa, la sentó sobre el mueble y dignó a recorrer su cuello con sus labios, usando sus manos expertas para deshacerse de la única prenda que quedaba en su torso y empezar a conocer su parte favorita de la anatomía femenina.
Si quieres mi opinión —murmuró, después de recorrer su pecho con los labios—, los pantalones no están muy de moda.
Se irguió, mordiendo el labio inferior de la rusa con lentitud al ritmo que empezaba a deslizar el pantalón fuera de sus piernas.
Ahora sí nos estamos entendiendo.
La habitación era pequeña, el espacio era reducido y sus cuerpos empezaban a expulsar demasiado calor para un ambiente tan cerrado. Pero la Atkins empezaba a disfrutar del calor y de la textura de sus pieles que con velocidad dejaban de estar secas. El punto estaba en que no solo se había llevado el pantalón en su acción y estaba segura de que la otra lo había notado. Se fundió en un nuevo beso, ahora tal vez un poco más desesperado que los dos anteriores y comenzó a hacer el camino con los dedos de la zurda, desde sus pechos, bajando por su abdomen hasta perderse en su interior.

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Leah puso el pestillo. "Niña precavida", me dije para mis adentros, sin poder disimular la sonrisa explosiva que dividía mi rostro en dos. Cuando se dio la vuelta agradecí el poseer intacto mi sentido de la vista en la oscuridad, otro don otorgado por mi raza. Mis ojos se posaron sobre sus labios, casi sintiendo el relieve descrito por la fina obertura que cedían a los dientes y el resto de la boca. Al fondo de sus retinas se erguía una columna de fuego oscilante.

 

Mientras se deshacía de mi camiseta aproveché para continuar con mi labor bajo su oreja y en su cuello, mordisqueando suavemente, lamiendo únicamente con la punta de la lengua, que frenética se había terminado por familiarizar con el movimiento circular. El contacto entre nuestras pieles incrementó los latidos de la chica, cuyo interior emitía un rugido débil e imperceptible para un oído que no fuera ultrasónico. Era el gruñido fiero de un antepasado animal que había conseguido sobrevivir a los siglos de evolución.

 

Me empapé de su voz mientras me empujaba. Yo ignoraba nuestra ubicación, las coordenadas geográficas habían perdido todo el sentido para mí. Bien podíamos estar en el Castillo Haughton que en mitad de la nada absoluta. El universo había frenado su expansión y había decrecido hasta adaptarse a las cuatro paredes de aquel cuartucho que hedía a productos químicos y asépticos.

 

Choqué contra un mueble. El crujido que surgió de la madera golpeada se apoderó de mí. Su eco se multiplicaba y sonaba tremendamente exótico. Nunca habría imaginado que una cómoda pudiese dar tanto de sí. Dejé que sus manos me dominasen. Terminé sentada sobre la repisa, ella aprendiéndose el sabor de mi cuello (yo por otro lado ya había explorado anteriormente el suyo).

 

Casualmente tengo mucho que decir —murmuré. El clic del sujetador, el silbido mientras se deslizaba torso abajo, la destreza de sus manos -innegablemente experimentadas- jugando a ser las dueñas de otro cuerpo, el fantasma de sus palabras todavía vivo, inmediatamente sustituido por una nueva anunciación.

 

"Qué traviesa", pensé, mientras las llamas se trasladaban a mis orejas, señal de la atracción que sobre mí ejercía aquella mujer. Cuando quise darme cuenta mis pantalones cortos habían desaparecido, pero no se me ocurrió sentirme ultrajada o indefensa. Desnuda, lejos de empequeñecer me había magnificado. Un latigazo de placer me castigaba la espalda cuando pensaba en mi falta de control, en el contrato tácito de sometimiento que había firmado al permitir que fuese ella la que dictaminase los pasos a seguir en la función, en el exilio de mí misma, en el destierro de mi autonomía.

 

Creo que no puedo estar más de acuerdo... —convine. El deseo de reducirme a ella era inaguantable. La pasión incontenible. Besé sus labios a una velocidad que sólo dos bocas entrenadas podrían mantener. Me separé cuando sus dedos encontraron el camino hacia mi interior, provocándome una contracción del vientre que se tradujo en un gemido ahogado. Volvió a invadirme con sus besos. Yo noté que me derramaba sobre sus brazos. La apreté contra mí, percibiendo entonces la única barrera que me privaba de hacerla también un poco mía.

 

La frase ingeniosa que se me había ocurrido se deshizo en mi cabeza, sofocada y vencida por los jadeos. Busqué a tientas la cremallera del vestido, e inútilmente traté de quitárselo desde mi posición. Reí y poblé de pequeños besos el espacio que discurría entre una de sus comisuras y su pómulo consecutivo. Con gestos colmados de naturalidad bajé de la cómoda y volví a situarme a su espalda.

 

Puedes seguir adiestrándome allí arriba cuando termine de estudiar las medidas de tu vestido.

 

"Estudiar las medidas de tu vestido", o lo que era lo mismo, impacientar a la cremallera, entretenerme en el proceso, introducir una mano bajo la tela a la altura de su pecho y otra más en dirección al bajo vientre. Recé porque el traje no cediese. Parecía mentira cuán elástica puede ser una prenda cuando te lo propones.

 

En aquella posición y tomadas las riendas temporalmente, podía lamer su hombro y su cuello mientras la acariciaba lascivamente. Sólo de vez en cuando -y con la mano con la que arrancaba suspiros a su anatomía superior, por ser la más cercana- atrapaba la cremallerita entre mis dedos y la hacía descender unos centímetros.

 

Es... un conjunto precioso. —Sentencié, deshaciéndome por fin del vestido tras sostener la espera. Leah era como las cuerdas de un violín, y yo la típica curiosa que va a frotarlas por primera vez con el arco, a improvisar un pizzicato, y que súbitamente experimenta una misteriosa conexión con el instrumento. Quería percutir cada uno de sus nervios, presionarlos hasta hacerlos convulsionar, como un concertino busca hacer interpretando el solo de una obra maestra que requiere de un meditado virtuosismo.

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~Leah Atkins




La palma de su diestra había encontrado el punto de apoyo que necesitaba en la pared y ahora la mantenía medianamente estable mientras sostenía a Oniria en sus brazos, manteniéndola lo más erguida posible. Tenía calor, mucho calor, y el vestido empezaba a estorbarle de manera monumental. Pero no todo estaba perdido aún. Con el rostro perdido entre su cuello y su hombro, ocupando sus labios en algo para permitirse escuchar las reacciones de la bruja, podía percibir los vagos intentos de hacer que su cremallera dejara de estar arriba. Rió un poco y estuvo a punto de quitarlo con magia, cuando la chica tomó la iniciativa dejando la cómoda y, por lo tanto, su mano atrás.

Un pequeño pero audible sonido se escapó entre los finos labios de la Atkins, un gruñido de desaprobación aplacado por la expectativa hacia lo que pudiera suceder a continuación. Pestañeando varias veces, logró divisar con claridad la silueta de la cómoda y una sonrisa se curvó nuevamente en su rostro, empezaba a tomarle cariño al mueble.

Y entonces sintió el choque contra su espalda y se concentró de nuevo, cerrando los ojos de forma automática ante la caricia de la cálida respiración contra la piel de su cuello. Si hubiera sabido que una modista podría tener tanta diversión, definitivamente habría dejado el Concilio de Mercaderes, la conversación de ropa cada vez se hacía más interesante.

Pocas veces se había visto en desventaja, si es que se le podía llamar así y era la primera vez que había tenido que recurrir a sostenerse a algún lugar. Lo primero que encontró fue la cómoda y la gracia del momento se perdió totalmente en las manos que recorrían su cuerpo. El tiempo pareció congelarse en las sensaciones que la embriagaban, pudieron ser horas o tal vez segundos pero una eternidad pasó en su mente hasta que el vestido cedió por fin ante la gravedad. El aire no hizo nada sobre su piel hirviendo, solo la recibió amablemente para que siguiera en lo suyo. Abrió los ojos, notando cómo su labio inferior salía entre sus dientes después de una mordida involuntaria.

- Yo... -pero un estruendo la hizo detenerse y dar un pequeño respingo.

Un elfo. Un maldito elfo había aparecido de la nada en medio de la pequeña habitación de limpieza y se quedó observando con los ojos abiertos como platos a la peculiar pareja clandestina. La rubia alzó las cejas hacia la criatura, incitándolo a hablar o algo, reteniendo las ganas de matarlo solo por el hecho de no estar en su castillo. Entonces un esquelético dedo señaló a su izquierda y la mujer estiró la mano para tomar una escoba, la cual arrojó al elfo.

- Lárgate -ordenó, volviendo su mirada a Oniria con una idea empezando a formarse en su cabeza y que no tardó en poner en marcha-. Te sugiero que te sostengas, preciosa... y que no hagas ruido, dudo que quieras que tus padres escuchen el alboroto.

A la par de sus palabras, el sujetador había abandonado su torso y ella había dejado de estar de pie, pasando a arrodillarse tranquilamente en el frío suelo. Si bien sus manos podían hacer muchas cosas, estaba muy segura de que podría duplicarlo con sus labios y desde aquella conveniente ubicación, simplemente tuvo que inclinarse hacia delante.

Y a todas estas, ni siquiera estaba segura de si el elfo había abandonado la habitación o no.
Editado por Giovanna Atkins

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Preparé los oídos para escuchar lo que Leah se proponía a decir, pero entonces un chasquido ensordecedor enfrío mis movimientos y paré en seco. Tenía ambas manos ocupadas con el cuerpo de la Atkins y ahora no sabía dónde ponerlas. ¿Quién nos habría interrumpido? La chica se giró y yo hice otro tanto, descubriendo al oportuno testigo que había irrumpido en la habitación paralizando las impurezas que se avecinaban. Mientras ella miraba insistentemente al elfo, que analizaba la completa oscuridad entre atónito y asqueado, yo me dedicaba a contemplar el deje furibundo que se había instalado en su expresión y que la hacía todavía un poco más deseable. Me armé de valor para continuar besándola mientras trazaba un nuevo trayecto con mis dedos hacia aquel punto donde sabía que podría encender la mecha que la dinamitase, ajena incluso a la presencia de la criatura. Ya me arrepentiría al cruzármelo por los pasillos y verme obligada a agachar la cabeza. Ahora, en ese preciso instante, sólo quería llevar al extremo mis fantasías, los fetiches que lejos de pertenecerme había escuchado o leído por ahí, y que de pronto se me tornaban metas a superar.

 

Pero nuevamente fue Leah la que hizo alarde de su intacta racionalidad al echar al intruso lanzándole una escoba. Acto seguido me engulló con sus ojos verdes. Sus facciones eran felinas, inmersas en la noche que sobre nuestros actos cernían las paredes del cuarto. Escuché vagamente sus advertencias. De hecho sus palabras se perdían en otra dimensión incomprensible para mí. No alcancé a entender qué nueva artimaña estaba a punto de poner en práctica cuando se agachó y un calambre recorrió todo el largo de mi espina dorsal. La electricidad siguió transmitiéndose por mis extremidades, adormeciéndome los miembros, intensificándose allí donde su boca labraba maravillas insustanciales que se materializaban en gemidos que ya apenas podía contener apretando los dientes. Eché la cabeza hacia atrás y me sostuve en la cómoda justo a tiempo. Me abandoné unos instantes. Noté cómo la sensación me trascendía, cómo mi conciencia se fundía en la de todas las cosas, desapareciendo así mi noción de individualidad. Quería con todas las fuerzas dar, entregar sin esperar nada a cambio, transferirle la excitación inmensa de mis átomos. Me preocupó el estar próxima a un cambio de estado. Quizá mi anatomía se fundiese y perdiese su estructura. Todo en mí temblaba como un océano de partículas gaseosas.

 

Mis dedos se hundieron en la madera. Mis uñas crecían y menguaban repetidamente, ya que mi mente había perdido el control sobre mis transformaciones y no sabía si tender a la humanidad o el vampirismo. Tendría que arreglar los desperfectos tras aquella aventura pasional y devolver esterilizada su guarida a los elfos.

 

Mis ojos se habían teñido de un fuerte color rojo que atravesaba las sombras. Eché un vistazo hacia abajo, buscando la mirada de Leah. La tesitura y amplitud de mis gemidos iba en aumento. Se mezclaban con los suspiros guturales, forzados. Alguien nos escucharía. Temí por mi dignidad y luego la pisoteé con un grito.

 

Un arrebato vampírico me hizo retorcerme y desplazarme muy rápido. Mi lucidez y animalidad habían borrado la franja que las diferenciaba, extralimitándose, unificándose. Súbitamente me doblegaba ante aquellos impulsos que me invitaban a sobreponerme a Leah. Ésta permanecía agachada, sorprendida por mi inesperada reacción. La ayudé a incorporarse y en cuestión de segundos, valiéndome de mi fuerza, la aupé y cargué sobre mis muslos. Sus piernas rodeaban mi cintura para impedir la caída y yo la abrazaba como si dos centímetros de distancia fuesen algo vergonzoso. Avanzamos sin darnos ni cuenta, chocando contra la pared, la cual nos proporcionó la estabilidad necesaria como para mantener aquella postura sin sobreesfuerzos. Su espalda sudaba el calor que albergábamos ambas y yo asistía complacida al sonido de su piel restregándose contra la piedra. Mientras aceleraba el ritmo que iba adquiriendo mi mano entre sus muslos -ritmo curvilíneo o circular, no sabría diferenciarlo-, tragaba las palabras que se desventraban en sus labios hasta convertirse en balbuceos.

 

Shhh... van a descubrirnos. —Susurré divertida, tapando su boca para amortiguar el ruido.

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~Leah Atkins
Mantener el ritmo se le daba bien.
Su concentración iba de la mano con los sonidos que Oniria dejaba escapar, sus intentos de retenerlos y la forma de fallar, haciendo que todos los poros de su cuerpo reaccionaran con aprobación. La cómoda había caído presa de una fuerza sobrehumana y estaba segura de que no iba a durar mucho. La verdad, le importaba poco o nada. Sus ojos se encontraron con los de ella un segundo, llenos de excitación como nunca, justo antes de que un grito hiciera que el silencio se perdiera por completo en el pequeño armario. Si nadie había notado lo que pasaba ahí adentro todavía, posiblemente serían conscientes después de aquello. La Atkins, orgullosa, meneó suavemente la cabeza como una niña juguetona y usó su dedo pulgar para limpiar los bordes de su boca, relamiendo sus labios visiblemente para dejar en claro que estaba totalmente encantada con ello.
No tenía idea de por qué la Haughton había llegado al otro lado de un salto. Podía ver su pecho subiendo y bajando gracias a la agitación, la respiración llegaba a sus oídos como una melodía y la suya empezaba a acompasarse sin siquiera notarlo, como si estuvieran poniéndose de acuerdo para dar las bocanadas de aire. Pero la velocidad de la vampiro la superaba y la sorprendió nuevamente cuando estuvo frente a ella. Se dejó hacer, curiosa por lo que venía a continuación y tomó su mano para incorporarse, parpadeando rápidamente al sentir que sus pies abandonaban el suelo. Todo pasó en un segundo y el poco aire que había tomado antes se escapó de sus labios como un jadeo cuando la pared de piedra dio contra su espalda con un golpe seco.
Vaya... —articuló con dificultad, desconcertada.
El giro había sido demasiado inesperado... algo que ella hubiera hecho, definitivamente. El agite en las pequeñas palabras que intentaba formular se fue haciendo mayor a medida que el ritmo de la mano que jugaba abajo, hasta que olvidó lo que había querido decir. La presión de sus cuerpos juntos, el calor de la habitación y la forma en la que ambas sudaban las ganas mutuas que se tenían, había hecho que su mente dejara de funcionar de la manera adecuada. Sus piernas se aferraban a su cintura con fuerza para evitar caerse y aún así no era suficiente para mantenerse estable, empezaba a perder el control de sus extremidades y no tenía más para sujetarse que el cuello de la rusa.
Y entonces hizo algo que la superó.
La mano sobre su boca hizo que sus jadeos, ahora convertidos en pequeños gemidos, quedaran reducidos a nada y al mismo tiempo había hecho que la cabeza le diera vueltas. Había dado en el punto justo para que dejara de ser la chica dura. Sus dedos se cerraron en torno a los mechones blancos de su cabello y se esforzó en mantener la mirada fija en la suya mientras su cuerpo explotaba como respuesta a sus actos, aunque dudaba haberlo cumplido del todo. Muy a su pesar, no pudo retrasarlo más, el grito se hizo poco audible y su punto máximo había llegado. Pasados unos segundos, los labios separados de la italiana sintieron los dedos sobre ellos deslizarse hacia abajo, dejando su boca libre a medida que empezaba a relajarse.
Creo que este es el mejor atuendo que puedes llevar —murmuró sobre sus labios con la sombra de una sonrisa empezando a formarse en sus comisuras, el tono musical de su voz estaba claramente afectado—. Pero, ¿qué puedo saber yo de moda? Voy a invitarte una copa y hablaremos de las posibilidades de usar otros muebles más... resistentes.
La parte divertida estaría en salir del armario, tal vez había una docena de Haughtons esperando afuera.

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Sus manos chapoteaban en mi cabello blanco, húmedo, cubierto de los rastros de vaho que dejaban nuestras respiraciones. Era como si me apretara cada mechón por separado y a la vez, como si tironease de ellos y a su vez de toda mi cabeza. En esos instantes me daba cuenta de hasta qué punto los humanos somos arlequines, marionetas al uso de algún titiritero.

 

Mientras llegaba a la cumbre de su éxtasis se esforzó en mirarme a los ojos y se lo agradecí infinitamente. Sentí cómo el magma ascendía por mi cuello y se asentaba en mis mejillas encarnadas. Rezumaba fuego por las fosas nasales y las pupilas. Su cuerpo se hundía en mi mano como si la atracción fuera insuperable, difusión de carne. Sus caderas y mi muñeca igualaron velocidades y la aumentaron hasta sus máximos, justo antes de que un grito más alto que las demás desmoronase el mundo a mi alrededor. Nos estábamos derritiendo. Leah se multiplicaba y vertía en mi interior.

 

Aflojé la mordaza improvisada que constituían mis dedos. Me entretuve en pasearlos por sus labios entreabiertos. Susurró a centímetros de mi boca, y en su voz pude percibir el tono de una sonrisa. Yo emití una risilla relajada. Estaba como flotando, mi piel levitaba fuera de mí.

 

Desde luego que sabes poco —afirmé, bromeando—, porque llevabas ese molesto vestido, desatendiendo a tus propios consejos. Me gustan las personas coherentes.

 

Y acto seguido le di un beso más pausado, como para absorber la paz que habían adquirido sus miembros. Toda sensación me parecía suave, sedosa, paciente.

 

Estás invitada a hacer un inventario de los muebles del castillo cuando quieras. Podemos estudiar las propiedades y resistencia de cada uno. Como habrás podido comprobar, tiempo no me falta.

 

Busqué la camiseta y me la puse directamente, sin sujetador. Cogí su vestido e hice ademán de acercárselo, pero en lugar de eso me dediqué a agitarlo frente a sus ojos y a retirarlo velozmente cada vez que intentaba atraparlo con sus manos huesudas, tan diestras. Me reía con naturalidad, intentando retrasar el momento de salir fuera y enfrentarme a la cotidianidad de mi hogar, y quizás a la riña de mis familiares escandalizados.

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