La corona del príncipe
Hace tiempo que tenía ganas de publicar en el blog y esperaba el momento oportuno para decir muchas cosas, pero quizás era tanto lo que hubiera querido abarcar con mis palabras, que éstas nunca llegaban.
Por fin me he decidido, sin embargo, a desempolvar este lugar y me perdonaréis el atrevimiento, pero vengo a contaros un pequeño cuento.
Espero que os guste y lo disfrutéis como niños buenos, antes de dormir xD
Se os quiere.
*****
Érase una vez, hace mucho tiempo, un príncipe que vivía en un gran palacio de alabastro y marfil. Su padre, un anciano rey, dominaba sobre una vasta extensión de fértiles tierras desde hacía ya más de medio siglo y su pueblo le amaba y le respetaba pues se había conducido toda su vida con lealtad a su pueblo, honor y sabiduría ejemplar.
El príncipe era un joven apasionado que soñaba despierto con países lejanos, mares embravecidos y aguerridas batallas. Un buen día, el príncipe decidió abandonar el reino y se marchó a correr aventuras a tierras extrañas. Tanta era su prisa por vivir la vida en libertad que se dejó abandonada en palacio su corona de príncipe, aquella que le había sido impuesta al nacer por una poderosa hada de los bosques.
Un pequeño y travieso pillo, que solía ir a pasear por los alrededores del palacio, se encontró un día, casi por casualidad, la corona del príncipe.
El pequeño pillo se puso la corona sin tardar y, al momento, todos lo veían como si fuera el mismísimo príncipe. Las puertas de palacio se abrieron para él y así pudo disfrutar nuestro pequeño pillo de todo aquello que sólo está reservado a los buenos príncipes.
Sólo una persona en palacio sabía la verdad: el rey. El anciano monarca, curtido en muchas batallas, había aprendido a ver más allá de encantamientos y apariencias. Sin embargo, no dijo nada. Un día tras otro, veía al falso príncipe recorrer las estancias de palacio, a salvo y bien provisto de ropas y manjares. Pero el rey siguió callado. A veces lo miraba, cómo esperando algo que nunca terminaba por llegar. Hasta que un día el falso príncipe comenzó a robar las ropas y los manjares que tan gratuitamente se le habían dado. Entonces el rey se encaró con el pillo.
- Quítate esa corona y abandona el palacio –le dijo.
El muchacho, confundido, agarró con sus dos manos culpables la corona, como aferrándose a ella.
- Padre, no puedes quitarme lo que es mio –replicó.
- Tu no eres mi hijo –contestó secamente el rey arrebatándole la corona de la cabeza y dejando al descubierto el rostro del pequeño pillo.
El muchacho comenzó a correr, temeroso de que los guardias lo apresaran. Pero el rey le habló así, todavía con la corona en la mano.
- Nadie te va a apresar, pues soy cómplice de tu engaño, al haberte dejado llevar esa corona.
- Lo sabíais? –preguntó el joven confundido.
- Desde el principio –respondió el rey con una trémula voz.
- Y porqué lo permitisteis?
- Un rey necesita un príncipe y el mío se había ido. Dicen que una corona no hace un príncipe pero yo esperaba que se obrase el milagro. ¿Quién podría remplazar al príncipe que nos dejó? Mis días están contados y yo necesitaba un príncipe. Si hubieras hecho honor a esa corona, tan sólo con haber aprendido la responsabilidad que conlleva portarla, tal vez hubiera encontrado en ti al príncipe que me hacía falta. Sólo con haber actuado como un príncipe, habrías podido llegar a ser un príncipe. En su lugar, preferiste seguir siendo un ratero.
El rey se dio la vuelta y lanzó la corona al fuego, mientras el muchacho se alejaba.
- Una corona no hace un príncipe, pero un príncipe bien vale una corona –pensó, mientras el oro se fundía entre las llamas.
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